escúchalo a uno punto cinco (1,5) acelerado
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Era 1991, y a mis 18 años, la vida era una promesa de oportunidades. Con un recién estrenado carnet de conducir que me saqué en Estados Unidos y un Mazda Miata que mis padres compraron mientras estudiaba allí.
Estaba terminando mi primer año en Económicas en la Universidad Autónoma de Madrid, con todos los exámenes finales terminados, excepto historia económica.
Ese año mantenía una relación con una novia encantadora que vivía en un colegio mayor en Madrid. Mis padres tomaron la decisión de cambiar de residencia desde el centro de Madrid a una urbanización en Aravaca.
La casa aún no tenía teléfono y los móviles ni existían ni se les esperaba hasta el 95 cuando empezaron a aparecer.
Una noche de sábado, tras una salida tranquila que terminó en discusión, dejé a mi novia en su colegio mayor y me fui a casa. Era una noche oscura y no paraba de llover.
Sin haber bebido nada de alcohol, la conducción debía ser segura, pero la tormenta interna era palpable.
Influenciado por los consejos de mi abuelo sobre no acostarse enfadado con la pareja, decidí escribirle una carta en un intento de reconciliación.
Tras redactarla, la necesidad de hacer las paces esa misma noche me impulsó a volver bajo la persistente lluvia. Dejé la carta en su coche metiéndola por la ventana y emprendí el regreso a casa, sin saber que ese viaje cambiaría mi vida.
Al volver, la carretera de Castilla estaba particularmente resbaladiza. Mientras conducía a velocidad permitida, mi coche, con tracción trasera, encontró una bolsa de agua.
El coche perdió adherencia, realizando un aquaplaning que desató el caos. El descapotable deslizó levemente y se fue de atrás unos 10 grados y, al chocar con la mediana, el frontal se elevó, volé mientras el coche giraba y aterricé boca abajo en un estruendoso golpe contra la carretera.
Sólo vi salir chispas avanzando boca a abajo por la carretera durante mas de 200 metros. No llevaba el cinturón y eso permitió que me deslizase hacía abajo en el asiento del conductor. Mi último recuerdo fue el terror de las chispas que parecía que el coche se incendiaba justo antes de perder la conciencia.
Desperté confundido y aterrado, saliendo del coche destrozado por mi propia ventana.

Un matrimonio que se detuvo a ayudar me dijo que me tumbara en el suelo mientras veían cómo el coche quedaba irreconocible en mitad del asfalto.
El impacto en mi cabeza fue severo, sangrando mucho. Ellos me metieron en su coche para llevarme al hospital. Les pregunté que tal me veían. Me dijeron que iban justo detrás mío en la carretera y por el golpe pensaron que no salía vivo.
Los médicos del hospital estaban acostumbrados a ver pacientes de accidentes de tráfico. Pensaron que el matrimonio eran mis padres y les transmitieron tranquilidad.
Tras una limpieza exhaustiva y múltiples suturas en la cabeza, enfrenté la gravedad de mi situación. Aunque las lesiones físicas eran manejables, el shock emocional de haber sobrevivido a un accidente tan dramático fue profundo.
Tuve que dar el número de teléfono del colegio mayor de mi novia y por fin mis padres y ella llegaron al hospital. Su vista desató un torrente de lágrimas y disculpas por mi parte.
La cabeza abierta, múltiples contusiones y aplastamiento de dos vertebras. Salí del hospital dos días mas tarde pero tuve que estar un mes y medio en la cama sin poder levantarme y un año con corsé por las vertebras.
Este accidente fue un punto de inflexión, un recordatorio brutal de la fragilidad de la vida y la importancia de no dar por sentado ni un solo día.
Aprendí que no depende de uno mismo lo que nos pueda pasar, que la carretera esconde graves peligros y que buscar la reconciliación con aquellos que amamos hay que hacerlo aunque algunas veces pueda tener consecuencias irreversibles.
La vida, en su inesperada volatilidad, me había concedido una segunda oportunidad.
MGC
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