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Siempre pensé que la vida se medía en éxitos y fracasos, hasta que entendí que el verdadero termómetro era mi actitud.
Mi “coeficiente de actitud” no aparecía en ningún examen ni en mi currículum, pero era decisivo en todo lo que hacía.
Lo descubrí un martes lluvioso, de esos que parecen diseñados para ponerte a prueba.
Aquel día me quedé sin transporte, con el móvil sin batería y una reunión clave a la que debía llegar sí o sí.
Durante unos segundos sentí el impulso de rendirme, de maldecir mi mala suerte.
Pero recordé una frase que había leído: no es lo que te pasa, sino lo que haces con lo que te pasa.
Respiré hondo y decidí actuar. Caminé bajo la lluvia, pedí indicaciones a desconocidos, improvisé un mensaje desde un locutorio para avisar que llegaría tarde.
Llegué empapado, pero llegué. La reunión salió bien, y más tarde me di cuenta de que había ganado algo más que un acuerdo: había reforzado mi forma de enfrentar la vida.
Desde entonces, trato de medir mi coeficiente de actitud cada día.
Cuando algo se tuerce, en lugar de quedarme paralizado esperando el “momento perfecto”, me pongo en marcha para crearlo.
Si pierdo un tren, aprovecho para leer el libro que llevo semanas posponiendo.
Si un proyecto fracasa, busco qué puedo aprender de él y cómo convertirlo en un escalón hacia otro intento.
Mi actitud es el filtro que transforma los obstáculos en oportunidades.
Aprendí que esperar a que llegue la ocasión ideal es como esperar a que deje de llover para empezar a vivir.
Crear momentos significa atreverse a hacer algo con lo que hay: con la lluvia, con el error, con la demora.
Significa entender que, aunque no controlo lo que sucede, sí puedo elegir cómo reacciono.
MGC
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