escúchalo a uno punto cinco (1,5) acelerado
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Soy el CEO de un grupo de empresas familiares entre las que hay una constructora y una inmobiliaria.
A lo largo de mi vida, he aprendido que el miedo no es un enemigo pasajero, sino un compañero constante cuando nos encontramos en situaciones difíciles.
Woody Allen dijo una vez: “El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro”, y nunca esas palabras resonaron más en mí que en estos últimos años.
Todo comenzó con una serie de malas decisiones e inversiones arriesgadas que, aunque prometían revitalizar nuestro grupo familiar, pronto se convirtieron en un pozo sin fondo de deudas.
Bancos, socios, prestamistas, hacienda, … las obligaciones se acumulaban mientras los ingresos menguaban y en la constructora los clientes nos comenzaban a retrasar los pagos.

La situación me hacía sentir como si caminara en una cuerda floja sin red de seguridad. Más de 30 sociedades y 1.000 empleados.
La tensión era insoportable. Noches sin dormir, mirando al infinito, preguntándome cómo iba a enfrentar al mundo si todo se venía abajo.
Las reuniones con los acreedores se volvían cada vez más asfixiantes.
Sentía el peso de todas las familias de nuestros empleados sobre mis hombros, y cada conversación con un banco, con hacienda o un inversor era un recordatorio de lo mucho que estaba en juego.
La presión alcanzó su punto máximo cuando la única salida visible fue poner el patrimonio familiar como aval además de todos los activos de las sociedades.
Una casa familiar, llena de recuerdos de infancia, de risas en las cenas familiares, de los consejos sabios de mis padres, ahora era solo un activo más en un balance.
El dolor de esa decisión fue más allá de lo financiero; era emocionalmente devastador.
Fue entonces cuando me vino una frase de Paulo Coelho: “Sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar”.
Mi sueño de perpetuar el legado familiar parecía cada día más una fantasía imposible.
Finalmente, la situación se volvió insostenible.
El último recurso fue enfrentar el concurso de acreedores, un proceso que sabía que arrasaría el nombre de mi familia.
Declarar la insolvencia fue uno de los momentos más duros de mi vida.
Fue más que una derrota financiera; fue una derrota personal y profesional.
Cerrar las puertas de las empresas, después de décadas de esfuerzo y sacrificio, fue un acto que me despojó de una parte de mi identidad.
El grupo no era solo un negocio; era parte de quién era yo y toda la familia.
Aceptar que había fracasado fue una lucha interna que aún continúa.
Las deudas no desaparecieron.
Un concurso de 800 millones de euros no se resuelve de la noche a la mañana.
Sigo enfrentando las consecuencias, y probablemente lo haré durante muchos años.
Pero en este proceso, el miedo ha sido mi constante, nunca me ha dejado.
Ha sido un cruel recordatorio de los errores, pero también un impulsor para nunca dejar de luchar por redimirme y reconstruir.
Aunque el miedo nunca me ha abandonado, he aprendido a coexistir con él.
Ya no lo veo solo como un enemigo, sino como un maestro severo que me ha enseñado sobre la resiliencia, la humildad y la importancia de enfrentar la realidad, por dura que sea.
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