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culpa y dolor

[2,5 minutos de lectura]

Tengo dos noticias. Una buena y una mala. 

La mala es que nada se arregla fingiendo que no existe o no ha pasado. 

La buena es que culparse eternamente no lo arregla mucho más que culparse lo justo. 

Lo sé porque lo he vivido. 

Porque durante más de dos años me hundí en la culpa, preguntándome una y otra vez si podría haber hecho algo diferente. Y la respuesta siempre era la misma: no lo sé. Pero eso no evitaba que me siguiera culpando.

Es curioso cómo funciona la culpa. Es como mantener las manos bajo el agua hasta que se arrugan como pasas. 

Con el cerebro pasa algo parecido: lo sumerges tanto tiempo en pensamientos culpables que se arruga, se dobla y se deforma, hasta que no puedes ver otra cosa. 

Empiezas a pensar que no tienes derecho a perdonarte. Porque, de alguna forma, parece que perdonarse uno mismo está mal visto, ¿no? Como si fuera una falta de respeto hacia lo que perdiste.

Pero, ¿sabes qué? Por mucho que otros te perdonen, hasta que no te perdones tú, el dolor seguirá igual. No importa cuántas veces te digan “ya está” o “no fue tu culpa”. 

Hasta que no seas tú quien lo diga, nada cambia. Y ese fue mi mayor descubrimiento: que culparme no la haría volver.

Durante esos más de dos años, no pasó ni un solo día sin que me culpara por no haber hecho las cosas de otra manera, por no haber hecho más. 

Recordaba una y otra vez los momentos más duros: las visitas a los hospitales, el cansancio en sus ojos, la desesperación de no saber qué más hacer. Me castigaba con esos recuerdos, como si con eso pudiera cambiar algo.

Y un día, en medio de uno de esos recuerdos, me di cuenta de algo. 

Me di cuenta de que malgastaba el tiempo. Que estaba enterrando los momentos felices bajo toneladas de culpa inútil. 

Que me estaba olvidando de sus risas, se su preciosa sonrisa, de las tardes de conversaciones interminables, de los abrazos, de los te quietos. 

Fue como despertar de un sueño largo y pesado. Como pasar de la penumbra a la luz.

No fue inmediato ni fácil, pero empecé a entender que vivir va de fallar y aprender. Que nadie aprende a conducir sin llevarnos algún susto, ni a montar en bici sin una herida en las rodillas. Y que el perdón no es para borrar el pasado, sino para poder avanzar.

Así que empecé a perdonarme, poco a poco. A comprender que la culpa no me devolvería a nadie ni nada. Y que el único camino hacia adelante era recordar los buenos momentos, los lugares donde fuimos felices, las risas que nos sacamos mutuamente.

Aunque no era la primera vez que me enfrentaba la muerte de alguien muy querido para mí, si fue la primera vez que sentí esa mezcla de dolor y culpa.

Hoy, el dolor sigue ahí, claro. Pero ya no está envuelto en culpa. Ahora, cuando miro atrás, veo más risas que lágrimas.

MGC

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