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Siempre creí que la física tenía respuestas para todo.
Las leyes de Newton, la relatividad de Einstein, las fórmulas precisas que explican cómo se mueve el universo.
Sin embargo, un día comprendí que había una fuerza que desafiaba toda ecuación, un tipo de energía que no se mide en julios ni se encierra en unidades estándar: el amor.
Recuerdo aquel invierno gris en el que mi vida parecía detenida. Las horas eran pesadas y los días repetitivos. Apenas encontraba motivación para salir de la cama.
Fue entonces cuando, sin esperarlo, una carta llegó a mi buzón. No tenía remitente, solo mi nombre escrito con una caligrafía temblorosa.
Al abrirla, encontré palabras sencillas, pero llenas de un calor que traspasaba el papel: “Pienso en ti. Tu existencia importa más de lo que imaginas. Eres luz para alguien, aunque no lo sepas.”
No sabía quién la había escrito, pero esas palabras encendieron algo en mí. Era como si un interruptor oculto hubiera activado una corriente invisible.
No podía explicar con fórmulas cómo una simple carta podía alterar mi estado de ánimo, pero lo hizo. Me levanté, salí a la calle, respiré el aire frío con una nueva perspectiva. Sentí una chispa de esperanza.
Con el tiempo, recibí más cartas. Cada una era un destello de calidez, una prueba palpable de que la energía del amor se transforma y se multiplica.
No importaba que no conociera a la persona detrás de esas letras; su impacto en mi vida era real. Me impulsó a hacer lo mismo, a escribir a desconocidos, a dejar notas en libros de la biblioteca, a sonreír a extraños.
Fue entonces cuando entendí: el amor no necesita grandes gestos. Es un acto cotidiano que transforma, que conecta, que da sentido.
Como la energía, no desaparece; simplemente se transforma, viaja de un corazón a otro, dejando una huella indeleble.
Hoy sé que Albert Einstein tenía razón. El amor es la energía más potente que existe. No porque lo diga la ciencia, sino porque lo experimenté en carne propia.
MGC
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