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Recuerdo que nos contaban de pequeños del faro que podía divisarse desde el pueblo, un punto de luz en el horizonte que parecía vigilar el paso del río y el gran océano de color azul al fondo.
Había tres lugares que me llamaron la atención en aquello que nos contaban.
En la plaza del pueblo todos los vecinos se reunían a diario encontrándose en un espacio para juntarse y disfrutar en grupo de una tarde al sol y jugar a cartas, a ajedrez y a damas.
La plaza tenía una disposición interesante, diseñada para las reuniones, las conversaciones y los juegos y creo que esa era una de las razones por las que contaban que siempre estaban tan vivos y alegres.
Entre bancos de piedra y árboles que daban sombra se formaban pequeños grupos de vecinos que compartían sus partidas, sus historias y sus risas, y la vida pasaba.
El faro para muchos de nosotros es algo misterioso y que hace de guía a los barcos.
Contaban que la verdadera función del faro no era solo alumbrar la costa sino guiar al capitán de un barco y su tripulación hacia buen puerto.
Con cada destello el faro les daba un rumbo y esa luz se convertía en esperanza.
El faro tenía una misión importante. Cada tripulante en los barcos que navegaban tenía la responsabilidad de trabajar en equipo, confiando en la guía que el faro les ofrecía.
Estaban aquellos días de verano en los que iban a la playa. Se tumbaban en la arena y a veces jugando a fútbol y otras simplemente contemplando el inmenso océano azul.

Nos contaba con un brillo especial en los ojos y decía: “esta es la grandeza de la naturaleza y debemos cuidarla como un tesoro”. Nos decía que admiraban y respetaban la belleza del océano, con sus tonos cambiantes y su fuerza tranquila.
En este lugar había un símbolo de dirección y de respeto hacia los navegantes. El faro, la plaza y la playa son buenas referencias que nos han dejado, una enseñanza de vida que conecta la luz, la comunidad y el respeto hacia la naturaleza.
MGC
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