escúchalo a uno punto cinco (1,5) acelerado
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Era un sábado de octubre de 2001 cuando mi familia y yo, emocionados, embarcamos en nuestro primer crucero en Barcelona, rumbo a Malta, pasando por las Baleares y ciudades del Mediterráneo.
Mis padres, mi hermana Beatriz y yo, estábamos ansiosos por disfrutar de una experiencia que se prometía como una escapada del estrés y la rutina que habían marcado mis meses previos.
El crucero era una ciudad flotante con algo mas de 4.000 personas entre pasajeros y tripulación, con todo tipo de actividades, promesas de diversión y relajación y amenities.
Nuestros camarotes nos parecieron acogedores y correctos, y todo auguraba que sería un viaje inolvidable.
Y ciertamente lo fue, pero no por las razones que esperábamos.
El primer indicio de que algo no iba bien llegó esa misma noche, en lo que se suponía que sería una elegante cena en el salón principal del barco.
Nos pusimos elegantes y nos dirigimos a nuestra mesa, compartida con otros amables viajeros.
El ambiente era festivo y el capitán del barco cenaba no muy lejos de nosotros, lo que añadía un aire de solemnidad al evento.
Pero a medida que avanzaba la cena, el clima fuera del barco se tornaba cada vez más hostil sin nosotros saberlo. Nada nos podría haber preparado para lo que estaba a punto de suceder.
De repente, los sonidos a nuestro alrededor comenzaron a cambiar. El murmullo constante de conversaciones fue sustituido por un silencio tenso, seguido de un caos ensordecedor.
El barco se inclinó violentamente, desplazando el centro de gravedad y provocando que platos, copas y, lo más alarmante, personas, se deslizaran y volaran por el aire en una danza macabra de objetos y cuerpos descontrolados.

Mi madre, sentada en el punto más crítico hacia donde se inclinaba el barco, fue lanzada hacia atrás, arrastrándonos también a los demás mientras todo a nuestro alrededor caía.
Fue un momento de terror puro, donde cada segundo se sentía como una eternidad.
El barco finalmente se estabilizó, pero el daño estaba hecho. El salón era un campo de batalla, con heridos sin gravedad y un desorden indescriptible.
Nos instaron a regresar a nuestros camarotes, que encontramos en un estado similar: todo lo que no estaba asegurado había sido víctima de la fuerza de la gravedad.
Al día siguiente, vimos como las tiendas del barco estaban todas cerradas, con sus productos esparcidos por el suelo, testimonio mudo de la tormenta de la noche anterior.
Muchos pasajeros, aún sacudidos por el miedo, optaron por abandonar el crucero en Malta y en segunda instancia también en Roma.
Nosotros decidimos quedarnos, tratando de recuperar algo del viaje, aunque el susto nunca nos abandonó del todo.
Este viaje, diseñado como un descanso y una aventura, se convirtió en una lección de humildad ante la fuerza de la naturaleza.
Aprendimos que, en el mar, como en la vida, hay que estar siempre preparados para lo inesperado.
A pesar del miedo, decidimos hacer frente a la adversidad y continuar el viaje, una decisión que nos enseñó sobre la resiliencia y la capacidad de recuperarnos incluso en las circunstancias más desafiantes.
Mi hermana y yo nos hemos vuelto a viajar en un crucero por no surgir la oportunidad mientras que mis padres se lanzaron a la aventura por los fiordos noruegos.
Aunque ese sábado fatídico nos dejó con recuerdos imborrables y lecciones que han perdurado a lo largo de los años, sigo convencido de que algún día volveré a embarcarme en otra aventura en crucero, esta vez con los míos, dispuesto a crear nuevos recuerdos.
MGC
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