escúchalo a uno punto cinco (1,5) acelerado
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En el año 1978, mi hermano y yo, entonces unos renacuajos de 5 y 8 años, descubrimos la fascinante alquimia entre un aerosol y un mechero.
Todo sucedió en el escenario menos esperado: el cuarto de baño de nuestra casa recién estrenada. Los detalles de esa tarde se grabaron en mi memoria con la precisión de una escena de acción de película.
La aventura comenzó inocentemente. Mi hermano, armado con un bote de desodorante en spray y un mechero, se propuso demostrar una teoría que seguro no habría pasado ningún comité ético de experimentación infantil.
Los aerosoles, esos villanos de la capa de ozono (¡quién lo diría!), estaban por desatar un caos de proporciones épicas en nuestro pequeño cuarto de baño.
Con la primera chispa del mechero, el chorro del aerosol se convirtió en un sable de fuego. Nuestros ojos, grandes como platos, contemplaban maravillados y horrorizados la transformación.
Pero lo que empezó como un juego de dragones miniatura no tardó en escalar hacia un desastre doméstico.
El papel higiénico, primero, seguido de las inocentes toallas, comenzaron a arder como en noche de San Juan.
En cuestión de segundos, el cuarto de baño se transformó en una caverna de las sombras, con llamas danzando en paredes y techo, pintando todo de un dramático negro ahumado.

Entre toses y lágrimas, nos dimos cuenta de la magnitud de nuestro experimento. No éramos científicos descubriendo los secretos del fuego, sino dos niños aterrados en medio de un incendio casero.
Afortunadamente, nuestros padres lograron controlar el incendio antes de que el desastre creciera. El cuarto de baño quedó irreconocible, un testimonio carbonizado de nuestra curiosidad mal dirigida.
Ese día aprendimos sobre la responsabilidad y los límites que no deben cruzarse, incluso en nombre de la ciencia casera.
La lección fue instantánea y brutal, el fuego tiene una capacidad destructiva aterradora y su velocidad es implacable. Esta es un lección basada en la experiencia que no hubiéramos aprendido mejor en ninguna otra escuela.
Desde entonces, el respeto por el fuego se instauró profundamente en nosotros. Y aunque ahora podemos reírnos al recordar nuestra osada pero imprudente aventura, siempre queda la advertencia subyacente: algunos experimentos, definitivamente, se deben dejar para los profesionales.
MGC
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