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hermana pequeña

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[2,5 minutos de lectura]

El 14 de diciembre de 2017, el tiempo se detuvo con una llamada inesperada. 

Mi hermano al otro lado del teléfono, con una voz que se quebraba, trajo noticias que nunca esperas recibir, noticias que cambian mi vida en un instante. 

La pequeña de nosotros tres, con solo 36 años y hacía dos años embarcada en el viaje de la maternidad, había partido. 

Un grito desgarrador, que me impulsó a moverme, a hacer algo, aunque en ese momento no sabía qué.

Un compañero, más que eso, un amigo, me llevó a casa de mi hermana. El trayecto se me hizo eterno. No entendía nada y no podía creerme las palabras de mi hermano.

Al llegar, el panorama era desolador; cada rostro reflejaba una tormenta de emociones: tristeza, confusión, pero sobre todo, un amor profundo por la persona que habíamos perdido. 

Mi padre, el último en llegar, llevaba el semblante de quien ha perdido un pedazo de su alma. Nos abrazamos, buscando consuelo en el contacto, aunque sabíamos que nada podía llenar el vacío dejado.

La noticia, abrupta y cruel, nos dejó sin palabras: su corazón, tan lleno de amor y vida, había cesado de latir durante la noche, y nosotros, llegando al día siguiente, nos enfrentábamos a la más dura de las realidades. 

En esos momentos de profunda tristeza, la presencia de un amigo de toda la vida, médico y confidente, y la sabiduría consoladora de un sacerdote amigo, fueron faros de luz en nuestra oscuridad. 

“Tu hermana no estaba hecha para este mundo”, me dijo con una calma que trascendía el dolor, una frase que, aunque difícil de aceptar, llevaba en sí una profunda verdad.

dos hermanos pequeños mirando el valle con las montañas a lo lejos

Mi hermana, la pequeña de tres, la “niña bonita” de mi padre, vivió su vida con una intensidad y plenitud que muchos anhelamos. 

Su paso por este mundo, aunque breve, fue profundamente significativo. 

Nos enseñó a amar sin reservas, a vivir cada momento con pasión y a no dar nada por sentado. 

La ausencia física de mi hermana es una herida que llevaremos siempre, pero su espíritu, su alegría y su amor perduran en nosotros, guiándonos cada día. Así como lo hace su hijo, mi sobrino. 

Escribir sobre la pérdida de un ser querido es desgarrador, pero también es un acto de amor y memoria. 

Recordar a mi hermana no solo por cómo partió, sino por todo lo que compartió con nosotros, por la luz que trajo a nuestras vidas y por los momentos que, aunque ahora teñidos de nostalgia, siguen siendo un tesoro. 

En su recuerdo, encontramos no solo dolor, sino también gratitud por el tiempo compartido y la esperanza de que su legado continúe inspirándonos a vivir con la misma intensidad con la que ella lo hizo. 

La vida es, en efecto, urgente e importante, y mi hermana vivió cada instante plenamente, dejándonos el regalo de su ejemplo.

MGC

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