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Cada familia guarda secretos y anécdotas que se transmiten de generación en generación, algunas de ellas que hay que guardar para ser compartidas hasta que los hijos alcanzan cierta madurez.
Hoy me animo a contarte una de esas historias, protagonizada por mis padres en los vibrantes años sesenta, en una Madrid mucho menos congestionada pero igual de viva.
Corría la década de los sesenta, y mis padres, jóvenes y enamorados, disfrutaban de la libertad que otorgaba el modesto pero fiel Seat 600 que le había regalado mi abuelo a mi madre.
Junto a ellos, una pareja de amigos inseparables, ella una canaria alegre y vivaz, compañera de mi madre desde el colegio mayor, y él, un gallego con un sentido del humor que fácilmente llena de risas cualquier espacio.
Las noches de fin de semana eran su momento de diversión, explorando los rincones más emblemáticos de Madrid.
En una de esas escapadas, la música y las risas inundaban el pequeño coche mientras recorrían la calle Serrano, sin otro plan que disfrutar la juventud y la compañía mutua. La noche estaba en su punto álgido cuando se dirigían hacia la Plaza de la Independencia.
La Puerta de Alcalá, majestuosa y testigo silencioso de incontables historias, era el próximo hito en su ruta. Sin embargo, lo que debía ser un simple paseo se convirtió en una aventura inesperada.
Entre conversaciones animadas y distracciones juveniles, mi padre, al volante, perdió por un segundo la noción del camino justo al llegar a la rotonda que rodea la Puerta.
“La Puerta de Alcalá, mírala, mírala, mírala, mírala!” gritaron entre risas y pánico sus amigos desde el asiento trasero al notar que el coche se desviaba del asfalto y se encaminaba directamente hacia el monumento.
En un instante, el Seat 600 acabó estampado justo frente a la histórica estructura, en los jardines que la adornan.

Por suerte, más allá del susto y una anécdota para no olvidar, todos resultaron ilesos. El coche, con algunas abolladuras de recuerdo, fue retirado y la noche concluyó con un regreso anticipado a casa.
Este incidente se convirtió en una de esas historias que solo se revelan años después, cuando los hijos ya han vivido lo suficiente para entender que la juventud es un tiempo de valentía y, a veces, de imprudencias perdonables.
Hoy, al recordar y contar esta historia, no solo revivo la juventud de mis padres, sino que también reflexiono sobre cómo esos momentos de desenfado y libertad son esenciales en nuestras vidas.
Aunque claro, siempre con un mensaje importante: disfrutar con responsabilidad y respeto por nosotros mismos, por los que nos acompañan con su eterna amistad y por el patrimonio y la historia que nos rodea.
La Puerta de Alcalá sigue allí, imperturbable, testigo del paso del tiempo y de las pequeñas historias de los madrileños que, generación tras generación, la hacen suya, aunque sea de maneras tan peculiares.
MGC
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