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Si alguien me hubiera dicho hace unos años que mi vida cambiaría por un simple giro de eventos aparentemente fortuitos, habría sonreído con escepticismo.
Pero hoy sé que no existen las casualidades; existen las “diosidades”, como me gusta llamarlas.
Esas conexiones invisibles que entrelazan momentos, decisiones y encuentros, revelando su propósito con el tiempo.
Recuerdo aquella tarde gris, cuando decidí tomar un desvío inusual rumbo a casa.
Había razón aparente; un cumpleaños, quizás un impulso, quizás una voz interna susurrándome al oído.
Caminé por calles que hacia tiempo que no había pisado, hasta que vi un restaurante entre edificios antiguos en la calle Velázquez.
El cumpleaños me empujó a entrar.
Allí, entre el aroma de la comida y la tenue música de fondo, estaba ella. Una desconocida con una gran sonrisa.
Nos cruzamos miradas y, sin pensarlo, compartí conversacion.
Lo demás fluyó como un río desbordado: risas, historias compartidas y una conexión que desafiaba cualquier lógica.
Ese encuentro fortuito, esa “casualidad”, marcó el inicio de una amistad —y más tarde, de un amor— que transformaría mi existencia.
Con el tiempo comprendí que no fue un accidente. Aquella decisión de cambiar mi ruta, el impulso de entrar en ese restaurante, incluso la sonrisa que ella traía… todo formaba parte de un tejido invisible, una red de causas y efectos hilada con precisión.
Las “diosidades” operan así: silenciosas, sutiles, pero poderosas.
Ahora, cada vez que algo inesperado ocurre, no lo atribuyo al azar.
Observo, reflexiono y espero, porque sé que, en algún punto, entenderé el porqué.
Y es que las casualidades no existen; solo hay caminos que se cruzan porque deben hacerlo, momentos destinados a encontrarnos cuando más lo necesitamos.
MGC
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