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Hay una verdad incómoda que cuesta aceptar, pero que se convierte en lección de vida cuando uno mira hacia atrás: las cosas que duelen, instruyen.
Lo dijo Benjamin Franklin y cada vez que lo recuerdo, me vienen a la cabeza momentos en los que el dolor me enseñó más que cualquier maestro, libro o consejo bienintencionado.
No soy alguien que busque el sufrimiento, ni mucho menos. Pero reconozco que cada golpe emocional, cada caída profesional, cada decepción personal ha traído consigo una enseñanza que difícilmente habría aprendido si todo hubiera salido según lo planeado.
Porque cuando duele, uno para. Reflexiona. Mira a su alrededor, y sobre todo, se mira por dentro.

Recuerdo perfectamente el primer proyecto empresarial que se me fue a pique.
Habíamos trabajado tiempo con entusiasmo, confiados, incluso algo ingenuos. Y llegó el fracaso. Perdimos tiempo, dinero y, por un momento, también la confianza.
Me dolió en el orgullo, en el ánimo, y durante semanas no dejaba de preguntarme qué había hecho mal. Pero fue precisamente en ese dolor donde encontré las respuestas.
Empecé a analizar decisiones que antes no cuestionaba, a valorar los detalles que solía pasar por alto y a entender que el error no es el final, sino el comienzo de un aprendizaje más profundo.
Y lo mismo sucede en lo personal. Las rupturas, las distancias, las pérdidas… dejan huellas.
Pero esas huellas nos hablan. Nos dicen qué valoramos, qué debemos cuidar, qué necesitamos cambiar.
Las conversaciones que más me han dolido, las críticas que más me tocaron, son las que me ayudaron a crecer. No es fácil verlo en el momento, claro. Porque cuando algo duele, lo primero que uno quiere es escapar.
Pero con el tiempo, uno entiende que no se trata de huir del dolor, sino de escucharlo y aprender de él.
A veces pienso que, si no doliera, probablemente no lo recordaríamos. Y si no lo recordamos, no lo corregimos.
Por eso, aunque a nadie le guste tropezar, yo intento hacer las paces con esas caídas. Porque sé que en cada una de ellas se esconde una instrucción, una advertencia, una semilla de sabiduría.
Así que la próxima vez que algo me duela, trataré —después de respirar hondo— de preguntarme: “¿Qué me está enseñando esto?” Porque, como bien decía Franklin, el dolor enseña… y quien sabe escucharlo, aprende de verdad.
MGC
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