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me duele el alma y quiero resolver

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Estas son algunas de las emociones y aprendizajes de una experiencia sentimental intensa y formativa durante mi adolescencia, marcada por una estancia en el extranjero y el final de una de mis  primeras relaciones amorosas que duró algo menos de dos años. 

Me fui una año a estudiar a Boston, con apenas 16 años, y una relación que había comenzado meses atrás.

En el ámbito sentimental ese año se convirtió en un crisol donde se fundieron el dolor y la esperanza, el fin de un amor y el comienzo de mi camino hacia la madurez emocional cuando regrese a España..

Recuerdo con nitidez la sensación de vacío que dejó el adiós, una mezcla de soledad y desasosiego que solo quienes han amado de verdad pueden entender. 

El dolor era más agudo en las noches, cuando el silencio de mi habitación se hacía ensordecedor, y la distancia física parecía abismal. 

No existía Internet ni se le esperaba. Una llamada de teléfono a la semana, cada carta que escribía y que recibía, eran intentos desesperados por mantener un lazo que, irremediablemente, se desvanecía entre mis dedos.

Fueron meses de introspección y de conversaciones internas cargadas de preguntas sin respuesta. 

“Me duele el alma y quiero resolver”, repetía en mi mente, una frase que se convirtió en el leitmotiv de los días de incertidumbre. 

Era un dolor dulce y amargo a la vez, el precio de haber experimentado el amor en su forma más pura y juvenil.

Las despedidas en el amor, especialmente las primeras, tienen una cualidad casi mítica; son rituales de paso que nos llevan de la inocencia al conocimiento, de la juventud a los primeros años de adulto. 

Aquella relación y su final que se produjo a la vuelta de mi año fuera fueron mi primer gran enfrentamiento con la realidad del amor: no siempre es eterno, no siempre es justo, no siempre es feliz, pero siempre enseña algo vital.

La resiliencia fue mi escudo y mi guía. Aprendí a soltar, a dejar ir, no sin cierta resistencia, pues cada recuerdo compartido, cada momento vivido juntos, clamaba por ser retenido. 

Pero el verdadero crecimiento empezó cuando acepté que el final de una relación no es el final del camino, sino un desvío inesperado hacia nuevos horizontes.

La vida continuó, como debe hacerlo, y con cada paso adelante, la carga emocional se aligeraba. 

Boston no solo me enseñó a ser independiente en el sentido más amplio, sino también a entender que nuestros corazones son capaces de recuperarse del golpe más duro y de seguir amando y soñando.

Al mirar atrás, no puedo evitar sentir una profunda gratitud por aquellas experiencias, por dolorosas que fueran en su momento. 

Cada lágrima derramada limpió la vista, cada noche en vela me enseñó más sobre mí mismo y sobre el mundo. 

Hoy, años después, comprendo que aquel dolor era necesario, que cada desamor fue un peldaño en el largo ascenso hacia quien soy ahora. 

Sin esas pruebas, sin aquel “querer resolver” que tanto me costaba, no sería la persona que soy hoy.

MGC

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