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menos pantalla, más vida

escúchalo a uno punto cinco (1,5) acelerado

[2,5 minutos de lectura]

Desde que recuerdo, las redes sociales han sido una extensión de mi ser. He crecido en la era digital, donde la vida se mide en likes, comentarios y seguidores.

Mi adolescencia ha estado marcada por la constante necesidad de validación online, una adicción que me consume más de lo que estoy dispuesto a admitir.

Cada mañana, antes incluso de levantarme, mi mano busca instintivamente el teléfono. Navegar por las redes se ha convertido en mi ritual matutino, una forma de asegurarme de que el mundo no se ha olvidado de mí durante la noche. 

Las notificaciones son como una dosis de adrenalina; cada like, cada comentario, cada nueva interacción, me hace sentir visto, importante, parte de algo más grande.

Sin embargo, este constante deseo de aprobación virtual es un arma de doble filo.

Los momentos de euforia son efímeros, rápidamente reemplazados por la ansiedad de no ser suficiente, de no alcanzar las expectativas inalcanzables impuestas por un mundo que solo muestra perfección. 

Me encuentro pasando horas frente a la pantalla, consumiendo la vida de los demás mientras la mía se desvanece en un mar de comparaciones y autocrítica.

Lo paradójico de esta adicción es que, a pesar de estar más “conectado” que nunca, jamás me he sentido tan solo. Las interacciones superficiales en las redes sociales no sustituyen la profundidad de las relaciones humanas reales. 

Los amigos se convierten en seguidores, las conversaciones en comentarios, y la conexión genuina se pierde en la traducción digital.

He comenzado a darme cuenta del tiempo que he desperdiciado, delante de una pantalla, en busca de validación de personas que apenas conozco en la vida real.

Horas que podrían haberse invertido en experiencias reales, en crear recuerdos que no necesitan la aprobación de los demás para ser valiosos.

Esta realización ha sido aterradora y liberadora al mismo tiempo. 

Aterradora porque enfrentar la adicción a las redes sociales significa enfrentar mis propias inseguridades, mis miedos a no ser lo suficientemente bueno sin la constante aprobación de los demás. 

Liberadora porque me ha permitido comenzar el proceso de desintoxicación digital, de reconectar conmigo mismo y con aquellos que realmente importan en mi vida.

El camino hacia la recuperación no es fácil. 

La tentación de deslizar el dedo por la pantalla es constante, pero cada día que paso sin sucumbir a ella, me siento un poco más fuerte, un poco más presente en mi propia vida. 

He comenzado a valorar las interacciones cara a cara, los momentos compartidos que no necesitan ser documentados para ser significativos.

“Menos pantalla, más vida” se ha convertido en el nuevo mantra. Aunque todavía estoy aprendiendo a equilibrar mi uso de las redes sociales, ya no dejo que definan mi valor ni dicten mi felicidad. 

La verdadera conexión, he descubierto, no se mide en likes o seguidores, sino en los lazos auténticos que construimos con aquellos que nos rodean.

MGC

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