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mi perro se muere

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[2,5 minutos de lectura]

Era un domingo soleado de agosto en nuestra casa de verano, el tipo de día que invita a la diversión y al descanso lejos del bullicio habitual. 

Aprovechando el espléndido clima, pasamos gran parte del día fuera, disfrutando de la naturaleza y la compañía mutua. 

A nuestro regreso, una escena preocupante rompió el idilio del día.

Willie, nuestro perro y un miembro más de la familia, tan querido como uno mas, mostraba un comportamiento extraño. 

A pesar de la alegría evidente en su cola que no dejaba de moverse, su cuerpo no acompañaba su espíritu entusiasta: apenas podía dar tres pasos sin caerse de lado. 

La normalmente bulliciosa bienvenida se había convertido en un esfuerzo titánico por mantenerse en pie.

En un principio, su estado pasó inadvertido por todos excepto por mí. 

Cada miembro de la familia, inmerso en sus pensamientos y cansancio, se dirigió a sus habitaciones mientras yo observaba con creciente preocupación la lucha de Willie por caminar. 

Decidido a actuar, comencé a llamar a varios veterinarios, enfrentándome al silencio de un domingo que cerraba puertas y posibilidades. 

Finalmente, conseguí hablar con un veterinario en la capital de la provincia, quien no dudó en pedirme que le llevase a Willie inmediatamente, sugiriendo que podrían estar en juego cuestiones graves.

Durante el viaje, Willie, entre intentos de andar y caídas, mantenía su espíritu alegre, lo cual solo aumentaba mi preocupación y confusión. 

Al llegar, la veterinaria realizó los análisis pertinentes que, para mi sorpresa, no revelaron anomalías significativas. 

Sin embargo, nos enfrentábamos a un dilema: los síntomas podrían indicar desde un problema neurológico hasta una intoxicación por drogas. El primero requeriría traslado y pruebas especializadas en una ciudad más grande; el segundo, simplemente tiempo y observación.

Dejamos a Willie bajo cuidado veterinario con el corazón encogido, esperando noticias. 

Las primeras 24 horas no trajeron cambios; Willie seguía incapaz de sostenerse firme. 

A las 48 horas, aunque mostraba ligera mejoría, la posibilidad de un problema neurológico seguía sin descartarse. La incertidumbre nos mantenía en vilo.

Fue solo 72 horas después cuando recibimos la llamada que disiparía nuestras dudas y aliviaría nuestros corazones: Willie había estado de “colocón”, probablemente tras haber ingerido algún residuo de drogas encontrado por casualidad. 

No era nada neurológico; era, en cierta forma, una travesura con consecuencias inesperadas.

Al recoger a Willie, su alegría, aunque un poco más medida, era evidente. Cómo se les quiere.

Aprendimos, no sin cierto asombro y alivio, que incluso los momentos de miedo pueden tener desenlaces cómicos y fortuitos. 

“Mi perro se muere” se había convertido en “mi perro vive una segunda juventud”.

MGC

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