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Perder a un ser querido es atravesar una de las pruebas más dolorosas que la vida nos pone en el camino. Es una experiencia que transforma, que marca un antes y un después en la existencia de quien la vive.
En mi caso, el dolor vino en dos olas devastadoras: primero con la pérdida inesperada de mi hermana pequeña a los 36 años, y luego, apenas ocho meses después, con el fallecimiento de mi padre a los 73 años debido a un cáncer y por la tristísima partida de su pequeña.
Ambas pérdidas, aunque diferentes en circunstancias, me sumergieron en un mar de dolor y desolación del que parecía imposible salir.
La pérdida repentina de mi hermana fue un shock del que aún hoy me cuesta recuperarme. No hubo despedida, no hubo última conversación; solo quedó un vacío enorme y la sensación de que algo irremediablemente hermoso había sido arrancado de mi vida sin previo aviso.
Por otro lado, la enfermedad de mi padre, aunque nos dio tiempo para la despedida, no fue menos dolorosa. Con una capacidad de lucha como nunca había visto, el diagnóstico del cáncer anuló cualquier esperanza y finalmente tuvimos que afrontar su partida. Fue un proceso desgarrador.

Se dice que el tiempo cura todas las heridas, pero quienes hemos perdido a alguien sabemos que el tiempo, más que curar, nos enseña a convivir con el dolor.
Nos muestra cómo integrar esa pérdida en nuestro ser, cómo seguir adelante llevando el recuerdo de aquellos que amamos como un tesoro íntimo y profundo.
La ausencia se convierte en una presencia constante, un vacío lleno de amor y memorias. La fe es muy importante.
Aunque intuitivamente siento que perder a un hijo debe ser el dolor más antinatural y devastador que un ser humano puede experimentar, cualquier pérdida es inmensurable y única para quien la vive.
No hay palabras que puedan describir adecuadamente el abismo emocional en el que uno cae, ni cómo el mundo parece detenerse y, al mismo tiempo, continuar indiferente a nuestra desolación.
Quien no ha vivido la pérdida de un ser querido, quien no ha sentido ese dolor demoledor, quizás no pueda comprender del todo la profundidad de esa experiencia.
Es un camino solitario en muchos sentidos, pero también es un camino que, paradójicamente, nos une en nuestra vulnerabilidad más humana.
Con el tiempo, aprendemos que el amor no desaparece con la muerte. Se transforma, se vuelve eterno, nos acompaña y nos guía.
Aprendemos a encontrar consuelo en los recuerdos, a celebrar las vidas de aquellos que se han ido y a encontrar, en medio del dolor, la fuerza para seguir adelante.
Porque en última instancia, vivir con el dolor es también vivir con amor, un amor que trasciende la vida y la muerte.
MGC
A partir de septiembre organizaremos unas comidas de impacto. En el enlace puedes ver más detalle y apuntarte.

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