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Siempre pensé que la inteligencia era muy importante. Desde pequeño me lo hicieron creer: sacaba buenas notas estudiando, entendía rápido las cosas, me llamaban “listo” en casa y en clase.
Cuando la vida dejó de ser un examen con cuatro opciones y empezó a exigir constancia, me di de bruces con una realidad más dura: el talento sin trabajo no sirve de mucho.
Recuerdo a una compañera en la universidad. No era la más brillante, ni la más rápida, pero nunca fallaba una clase.
Siempre iba al día, apuntes impecables, rutinas fijas. Mientras yo estudiaba los días antes de los exámenes, ella lo hacía poco a poco, todos los días.
El primer año me burlaba un poco de ella, la veía como alguien que necesitaba esforzarse más porque no tenía facilidad.
El segundo año, ya empatábamos.
El tercero, me pasaba por encima. No porque se hubiera vuelto más lista, sino porque su disciplina empezaba a pesar más.
Ahí entendí la frase que da título a este relato. “Tarde o temprano la disciplina vence a la inteligencia.”
Y no se trata de despreciar la inteligencia, sino de entender que sin hábito, sin orden, sin repetición, se desvanece.
La disciplina es lo que hace que una idea se convierta en acción, y una acción, en un logro.
Hoy, con los años y los fracasos a cuestas, valoro más a la gente que insiste que a la que deslumbra.
Yo mismo he tenido que aprender a ser disciplinado. A ponerme metas, a cumplir horarios, a trabajar incluso cuando no tengo ganas.
No ha sido fácil. No es mi naturaleza. Pero sí es el camino.
Y curiosamente, cuanto más disciplinado soy, más útil me resulta también mi inteligencia. Ya no la desperdicio en cosas que no importan. Ahora la enfoco. Y eso, al final, es lo que marca la diferencia.
Así que sí, lo confirmo. Puedes ser brillante, creativo, rápido. Pero si no te organizas, si no repites, si no te mantienes, te acabarán ganando. No por ser más listos, sino por no haberse rendido.
Y eso, en el fondo, es lo que cuenta.
MGC
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