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Cada año, cuando llega la Semana Santa, algo dentro de mí se detiene.
Es como si el tiempo se ralentizara y me diera permiso para mirar hacia adentro, hacia lo que creo, hacia lo que siento, hacia lo que soy.
No es solo una celebración religiosa, es un momento de verdad, de reflexión profunda, de conexión con algo más grande.
Semana Santa es el recuerdo de un amor inmenso, capaz de soportar el dolor, la traición y la muerte misma.
Es el retrato de Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, que caminó hacia el sacrificio con una humildad desconcertante, sabiendo lo que iba a ocurrir, pero aceptando su destino por nosotros.
Cuando contemplo su historia, no puedo evitar conmoverme. La entrega de Judas, el miedo de Pedro, la incredulidad de quienes más cerca estaban de Él… y, sin embargo, el perdón constante. La mirada de compasión incluso en los peores momentos.
Me emociono al ver las procesiones. Cada paso es un eco de aquel calvario.

Cada imagen tallada es una lágrima detenida en el tiempo.
La gente que acompaña los pasos no camina solo por devoción, camina porque siente que está ahí, a su lado, acompañándolo.
Me gusta pensar que todos, al menos por unos días, nos damos el lujo de ser más humanos, más sensibles, más agradecidos.
La simbología de estos días me habla en voz baja pero clara.
La cruz no es solo un símbolo de dolor; es también de esperanza. Porque tras la muerte llegó la resurrección.
Y ese mensaje, que se repite cada año, es una promesa que nunca caduca: por muy oscuro que sea el túnel, siempre hay una salida, siempre hay luz.
Este año, como cada año, paro. Paro para pensar. Paro para agradecer.
Agradecer por esa entrega absoluta. Por ese amor desbordante. Por ese ejemplo silencioso y firme.
Paro para intentar, al menos por un instante, parecerme un poco más a Él. Porque si Él fue capaz de tanto por mí, lo mínimo que puedo hacer es recordarlo con gratitud, con fe, y con la intención sincera de vivir un poco mejor.
Una Semana Santa es más que una tradición. Es una oportunidad. Es una llamada al corazón.
MGC
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